Te duele tanto. Te hierve por dentro. No sabes qué es. Me contemplo en el espejo. Despeinado, somnoliento, con el rostro que no parece corresponderse con el concepto que tenías de tu ser. Quizá hacía mucho que no te mirabas. Así eras. Así eres. El pasado emerge como una gran opción. Simplemente, un refugio más. El más esquivo, el del tiempo pero seguramente el más gratificante. Tú no has elegido acabar de esa manera. Te apetecería llorar mas crees que eso estropearía más tu semblante y no cambiaría nada la crueldad de la realidad. Eres como eres y no vas a modificar tu exterior por mucho que te esfuerces. Mudas el espacio. En tu habitación te posas sobre el borde de la cama. Yaces mudo. Piensas. Miras para adentro. Hacía todavía más tiempo que no emprendías tal hazaña. Las arrugas y manchas de tu desfigurada cara no son nada con las llagas que percibes en tu alma. Ya no sangras. No debe quedarte sangre para ello. Has vertido demasiado líquido vital durante tu existencia. Sientes pesadumbre al cerciorarte de que por mucho que quisieras no podrías borrar las huellas del dolor que se han posado en tu espíritu. Demasiadas. Demasiados años conviviendo con ellas. Comprendes el porqué los espejos te han mostrado tan deteriorado. No te aferraste cuando podías y el llanto no nace en tus ojos, brota de mucho más adentro. En las profundidades de tu ser se hallan las arrugas de la esencia.
TAMARA GONZÁLEZ CUEVAS
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