Sabías que era lo que más detestaba del ser humano. Lo sabías y aún así lo hiciste. Lo que más admiraba de ti, se quedó en algún resquicio de tu ser atado y amordazado. ¿Qué le hiciste? ¿Qué me hiciste? Hundirme. Herirme. Traicionarme. Sí. No me mires de esa manera. Y ahora, ¿qué debo hacer yo? ¿Perdonarte? Lo intento mas no puedo. Me duele tanto por ti. Sí. Por ti. No existe acto más vil que traicionarse a uno mismo. No me pongo melodramático. Es la pura realidad. Claro está, para eso has de tener un sentido de la conciencia y de asumir tus propios actos muy acusado. Es cierto. Muchos carecen de ello. Entonces, para esa inmensa mayoría yo soy un drama personificado. Lo asumo. No lo negué nunca. Me mostré siempre como he sido. Como soy. Tú, no. Llena de ideales y de principios tan henchidos que tus actos no han acompañado. Ya no tienes derechos a opinar sobre ellos. Sobre todos los que, según tú, obraron de manera reprobable. Te has convertido en uno de ellos. No hables. Déjame acabar. Estoy sacando fuerzas de dónde ya no las hay. Si desfallezco al menos sabrás por qué. La vileza de un ser humano se puede medir por sus juegos macabros. Nadie debería jugar con otros semejantes. Nadie tiene ese derecho. Nadie está por encima de nadie. Si alguien lo cree, simplemente está más al fondo de lo que piensa. Tú no deberías haberlo hecho. No me sirve de nada que me digas lo siento. Ya no. Cada decisión debe ser meditada en su justa medida porque cada una de ellas puede variar vertiginosamente nuestra existencia. Por insignificante que ésta nos parezca. En este último aliento, decirte que no debiste jugar conmigo. Abandono la partida, pues no puedo ya ni tenerme en pie. Espero que al menos te hayas divertido. Un bufón de tus artimañas. Por desgracia, uno de tantos en un mundo de muchos.
TAMARA GONZÁLEZ CUEVAS
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