Vinieron con un sueño. El de muchos. Haber encontrado a alguien con quien compartir el mundo y forjarse un futuro mejor que el presente y el porvenir en su tierra. La antonimia con la que se toparon les abrió los ojos sin desearlo. Su historia de amor era una cortina de humo para atraerlas. Un cebo. Una víctima. Muchas. Porque la historia se repite. Día sí, día también.
Se creen con un derecho macabro: el decidir sobre otras personas. Con un fin miserable: la obtención de un rendimiento económico del que deriva tan sólo dolor, físico pero sobre todo, psíquico. Una huella imborrable en unos seres que se autoinculpan por su ingenuidad sin haberla, puesto que creer en el amor no es de ingenuos sino de osados. Una osadía que pagan con la venta de su dignidad. Atrás dejan familia, amigos, el apego a su pueblo por un hombre que no es el príncipe que se muestra ser cuando intenta captarla, sino un verdugo que sabe camuflarse mejor que cualquier reptil.
Son una lacra para la sociedad pues no entienden que no existen seres superiores capacitados para dirigir a otros que consideran marionetas. Se creen empresarios cuando no son más que un burdo reflejo de que algo falla en esta sociedad. El valor de la igualdad se perdió por algún sendero oscuro y no se les llegó a inculcar.
Hoy ha sido descubierta esta red de tráfico de personas en Tarragona pero hay tantas y tantas que coparían periódicos y periódicos. Mientras se juegue con un ser vivo sea de la forma que fuere no nos podremos llamar seres evolucionados.
TAMARA GONZÁLEZ CUEVAS
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