El disgusto de volver a releer el caso de la jueza venezolana, Lourdes Afiuni, a quien su presidente anunció en la televisión -un medio muy democrático sino fuera porque tiene su monopolio- su encarcelación hará ya hace más de un año. Ahora, enferma, el senado español ha pedido hacerle una visita. La ONU lleva reclamando su liberación, puesto que entiende ésta como fuera de la ley, para una persona que tan sólo hizo cumplir la legislación de su país.
Se ha sumado a ello, el boicoteo permanente que ha sufrido Julian Assange. Primero se le acusó de haber cometido ilegalidades que sonaban a mentiras del estado para acallar un medio peligroso. Después, se le encarcela. Se ha de recordar que Assange es un mero editor de documentos que otras personas ceden para publicarlos y dar a conocer atrocidades e injusticias.
Son posos amargos que muestran por un lado un abuso de poder, por otro, el esconder errores. Nadie tiene derecho a monopolizar el mundo, a hacer valer sus ideas o sus macabras ideas por encima de aquellos que os han erigido como lo que sois: presidentes y secuaces.
Miremos más allá. No nos creamos ni la mitad de lo que nos cuentan. La otra mitad pongámosla en duda. No nos quedemos callados. Tengo la sensación de que se ríen desde su palco. En el gran teatro del mundo son los espectadores de unas obras que ellos mismos han dirigido y nosotros unas meras marionetas que a veces nos levantamos y logramos romper nuestros hilos.
Una mera luz he vislumbrado al ver que el sábado se habían convocado manifestaciones para pedir la excarcelación de Assange. Sobre Afiuni hay silencio. Alrededor de la jueza huele a azufre puro y ella no lo desprende, lo desprende su verdugo que se ha ganado la simpatía de muchos por su política antiestadounidense mientras lo convierte en su principal socio comercial.
No se puede permanecer impasible cuando se amenaza la libertad.
TAMARA GONZÁLEZ CUEVAS
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