Hechos un ovillo en un cajón. Ahí están. Tardaron en abrirse quizá por miedo a una nueva herida pero cuando tuvieron fuerzas lo hicieron. Ahora, descansan cabizbajos en el rincón de madera. Nuevo rincón. Nueva casa. Salir al exterior lo repelen. Podrían mirar a un lado y al otro para cerciorarse de que los peligros se han desvanecido. No. No pueden volver a alzarse ya.
Ahora, al menos habían recobrado la vista. La venda se había quedado fuera de su morada. Habían estado pegados a ella durante mucho tiempo y un día de pronto se cayó. Las puertas que llevaban al paraíso se cerraron y aparecieron los avernos personales que habían permanecido callados. Los caminos se volvieron turbios. Las alternativas difíciles.
Se partieron sin que tú pudieras hacer nada. Ya lo hiciste todo. Todo. Decidiste por mí. Tú sin saberlo y ellos en el cajón porque no tuvieron más alternativa. Se resquebrajaron. Ya no valieron las tiritas, ni las suturas del mejor sastre del mundo. Se rompieron. Las rompiste. Sin saberlo. Más abajo del suelo yacía la venda que no dejaba pasar la claridad. La luz ha penetrado en mí aun estando ellos en el fondo del cajón. Los sentimientos esquivos se resignan a que los rayos penetren en ellos. Ya llegan. No hay más esquinas en las que residir. Atrapados. Se dejan iluminar. El calor los desintegra sin remedio. El vacío. La nada. Un cajón más desierto.
TAMARA GONZÁLEZ CUEVAS
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