Habían perdido tantas cosas los gobernantes de Egipto, Jordania, Túnez, Yemen... Entre muchos otros. Han clamado para que se vuelva a escuchar a una población que siempre ha estado ahí, que ha aguantado pacientemente los vapuleos de los que debieran haber mirado por ellos. No lo hicieron. No lo hacen. Es un mal generalizado. Endémico. Las protestas se extienden como el viento: las desigualdades mientras todos conserven un estado del bienestar se toleran pero cuando muchos lo ven mermado, la paciencia llega a cotas negativas.
Poner yugo a las libertades básicas (y se entiende por éstas las que no hacen peligrar la convivencia social sino que la consolidan) es incitar a una condena de la que antes o después se luchará por erradicar.
Parece que ha llegado el momento.
Las muestras de rebeldía suelen ser loables si se saben canalizar y no sobrepasa el agua los márgenes de la cordura. Toda protesta que tiene una causa justificada es merecedora de esfuerzos. Sin embargo, cuando éstas se orientan hacia elementos que nada tienen que ver con ella, deja de ser encomiable: el arte conforma nuestra historia y, por ende, a nosotros mismos como pasado nuestro que es. Si no conocemos nuestro pasado, seremos incapaces de comprender nuestro presente y nuestro futuro.
Los egipicios que se manifiestan por un mañana mejor tienen todo el derecho a demandar unos cambios que desde hace mucho eran necesarios, pero el ensañarse con sus museos cuando hace nada pedían la devolución de los restos que campan por los museos de otros países, guarda cierta similitud con el despotismo que están denunciando.
TAMARA GONZÁLEZ CUEVAS
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