Enciendo la televisión y está plagada de programas que muestran la vida de otros. El ser humano que parece no bastarle con la suya propia y con los acontecimientos que rodean a ésta, necesita saber de esos personajes, de sus intríngulis, de las nimias diferencias que les pueden aparecer en un espacio cerrado. Los verdaderos problemas están fuera, pero al llegar a casa los telespectadores deciden aparcar su mente en algún lugar lejano y postrarse a deleitarse con tales afrendas.
Esto ya venía siendo algo cotidiando. Hace más de una década que convivimos con ello. Sin embargo, esto se está expandiendo. Los programas donde iba gente considerada famosa por cualquier motivo a contar lo que nunca debería salir de los cajones de su habitación, empiezan a abrir sus miras y a acoger todo lo que pudiera tener audiencia y tocar la fibra sentimental para recaudar. Nada mejor para ello que recurrir a los mineros de Chile que han padecido durante dos largos meses bajo tierra y que encantados de volver a la superficié realizan el paseillo para contar sus experiencias. Por otro lado, ávidos de más acción, un centro comercial de Valencia ofrece en sus escaparates la convivencia de varias personas. En vivo y en directo. El resultado que buscan es siempre el mismo: captar nuestra atención y distraernos. No cabe pararse a indagar y buscar algo más en ellos. No existe.
El gran circo mediático está en marcha. Nosotros somos los que tiramos de él. ¿Son ellos la causa o más bien la consecuencia de nuestros gustos?
TAMARA GONZÁLEZ CUEVAS
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