La semana pasada tuve el espléndido gusto de admirarme con la maestría escénica de un grupo de jóvenes catalanes (excepto uno de ellos, el batería, de origen francés) que subían a la palestra el espíritu urbano corporeizado en el ritmo del hip hop. Los diez artistas sacan lo mejor de este movimiento y lo elevan a la categoría de arte ensimismador.
El hip hop nació en EE.UU. a finales de la década de los 60 en las barriadas afroamericanas y latinoamericanas de Nueva York. Desde sus inicios se ha caracterizado por su música, su baile y su pintura. Todas esas manifestaciones se hallan en el Teatre Victoria y alcanzan tal grado de perfección que nos atrapan durante los noventa minutos que dura su magia.
Los hermanos Fruitós, las hermanas Pons o los b-boys, Gravity, Kadoer y Plastik demuestran que dedican horas y horas a su trabajo y se palpan sus viajes físicos e internos en busca de movimientos que rozan lo imposible y que no se apartan jamás de los acordes más afinados y precisos que uno pueda imaginar. Las miradas de los espectadores se vuelven frenéticas en un intento de seguir sus ritmos y de abarcar todo lo que puede llegar a verse dentro de tan poco espacio: de repente aparece un saxofonista apartado del escenario, o un DJ haciendo scratching suspendido en una plataforma sobre nuestras butacas cuando no aparece un grafitero por detrás de los bailarines y como todos, nos muestran ese mundo, esa cultura que ellos viven tan intensamente y que consiguen contagiarnos a amantes y no amantes de ella.
Un buen inversor no es aquel que invierte sus riquezas sabiamente, y no hay mayor riqueza que nuestro tiempo. Sed buenos inversores y disfrutad de tan grandes momentos como el que nos proporcionan estos jóvenes tan grandes.
TAMARA GONZÁLEZ CUEVAS
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