35 años. Algunos miran el pasado sintiendo tristeza, por las malas situaciones vividas, por el odio que emanaba del ambiente, por la división que se palpaba, por la injusticia que se respiraba. Otros, menos, muchos menos, aclaman un tiempo pasado como algo mejor. Sienten nostalgia por un líder que no dudaba en ordenar limpiar un país en el que veía suciedad en forma de ideas por todas partes, en el que avanzar era sinónimo de echar el ancla y controlar a todos los polizontes que pudieran hacer tambalear un barco que tenía un timón muy marcado y que no debía salirse de su rumbo.
Ayer, unos cuantos de estos pocos vitoreaban al caído en el hospital como si de un héroe y no de un villano se tratara en el único gran monumento fascista que queda en Europa. No quiero pararme a analizar el grupo compuesto por personas a las que parece que pensar cada 4 años resulta ser una ardua tarea, a los que defender su patrimonio y sus intereses materiales es más importante que tener una riqueza mental, a los nuevos integrantes, demasiado jóvenes para haberse parado a pensar en lo que realmente suponía vivir en esa época y que, posiblemente, no se hayan ni molestado a intentar averiguarlo a través de los libros ni de los testimonios vivos. Entre sus cantos, se increpaba a los que han decidido poner nombre a cada uno de los que yacen bajo nuestros pies, muertos en la contienda y en la posguerra de más de tres décadas y media. ¿Por qué tanto miedo al saber? ¿Quizá porque son conscientes de que la sangre que los encumbró en el pasado los hundirá en el olvido de los justos?
La conclusión no es otra que la muestra de una división subyacente a un país que si estuviera unido avanzaría de forma inusitada.
TAMARA GONZÁLEZ CUEVAS
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