TOLEDO

Cae una fina llovizna, el ambiente huele a tierra mojada y ya puedo oír el bullicio de la ciudad. Mi caballo responde a la orden que le doy con el pie y empieza a trotar, él sabe que para mí es importante esta visita.
Estamos a primeros del último mes del año y una neblina va cubriendo el horizonte; sigue la lluvia cayendo y por fin la veo. Allí está. Es más impresionante de lo que había imaginado y me habían contado.
Nos acercamos un poco más rápido y la visión ya se hace muy nítida. Allí está. Delante de mis ojos por fin la contemplo: Puerta de la Bisagra.
Recia portada en arco de medio punto flanqueada por robustas torres defensivas. Encima del arco el escudo imperial, su escudo, el de una ciudad imperial como lo es Toledo. En ese momento, bajo del caballo y encamino mis pasos hacia el interior. Ya estoy aquí, en la urbe que inmortalizará uno de sus más célebres habitantes, El Greco, pintor renacentista y manierista que supo como nadie impregnarse de la belleza de la urbe toledana. Allí vivió y allí realizaría lo mejor de su obra que para suerte de nosotros, los mortales, podremos contemplar hasta la saciedad su extraordinario legado.
Toledo, ciudad de tres culturas y religiones del “Libro”, que han dejado su huella en tus calles y en tu fisonomía urbana podemos pasar de un ámbito musulmán a otro cristiano para encontrarnos con la hermosa judería y su más bella representación: su Sinagoga.
Un muchacho se acerca y le dejo a su recaudo por unas monedas que cuide de mi compañero de viaje y mi espada y sigo a pie subiendo por callejas que rezuman el carácter de esta ciudad. Detengo mis pasos para contemplar el horizonte que se abre ante mi mirada y contemplo como debajo de esa neblina habitual en esta época, sobresalen los campos arados de la campiña que circunda a esta magna urbe.
Toledo, ciudad de Traductores, pues no en vano fue la capital por excelencia de la traducción con su espléndida Escuela de Traductores, donde aquí llegaban manuscritos, legajos y libros de todas las partes del orbe conocido para que pudieran ser traducidos a una lengua más conocida.
Un amplio espacio rodeado de magníficas edificaciones se abre ante mis ojos en un recodo del camino: es la Plaza de Zocodover. Plaza bulliciosa, donde se mezclan hablas diferentes de seres de distinta condición y siempre bulliciosa. Miro hacia la izquierda e intuyo reconocer una hermosa mole de gruesos muros que todavía no se ha construido, pero que algún día estará allí y será testigo mudo de una confrontación de hermanos…será el Alcázar…
Ya la veo. Observo su torre que sobresale de las casas bajas que están dispuestas de modo curvilíneo y en calles estrechas como era el urbanismo imperante en la época.
Una oleada de seres pululan idas y venidas por su exterior y aún más en su interior. Andamiajes con obreros que van dando forma bajo las atentas órdenes de los maestros canteros, materiales de construcción por doquier me rodean…están terminando la magna obra de la imponente Catedral, fundada en el siglo XIII en pleno gótico y finalizada en el siglo XV, en el Renacimiento. Así es Toledo, una amalgama de razas, credos, formas y estilos que sin embargo, no hacen feo el resultado, sino que lo embellecen y le dan esa forma indistinta y original a esta ciudad.
Penetro en el interior del santo templo para recogerme y buscarla. Me han hablado mucho de Ella, pero no había tenido la oportunidad de contemplarla, ahora era el momento oportuno y preciso para hacerlo. Ante la magnitud de su techumbre, puedo ir viendo el resultado magnífico de su construcción, hasta que llego al Coro de la Catedral y allí está. Bella, exultante, toda ella llena de bondad y acercamiento.
Me dirijo a donde está. La contemplo. Veo la belleza de su mirada y lo cautiva de su sonrisa y ese color. Ese color blanquecino le hace resaltar más si cabe la hermosura de su traza. Veo cómo mantiene al Niño en su brazo, y éste está sonriendo, jovial, sabiendo que la calidez humana de la persona que lo mantiene es inmensa…
En ese momento, me quito el paño marrón que ocultaba los ropajes de mi verdadera estirpe y que me han llevado durante buen tiempo a tener que mantenerlos ocultos. Ahora y aquí delante de Ella no hay porqué esconderlos. El paño marrón cae al suelo y se hace ver la capa blanca, la indumentaria blanca con la cruz de Jerusalem roja en el pecho y en el hombro, me persigno y me arrodillo, bajo mi cabeza y empiezo a rezar…
Levanto la cara y me noto un poco trastornado, una serie de fogonazos me deslumbran, oigo reprimendas y un bullicio distinto, una voz sonora que va explicando algo pero que no logro entender, abro los ojos y la veo allí sonriéndome. La Virgen Blanca de Toledo me observa y su Hijo también. Me persigno de nuevo y me marcho. No encuentro el manto marrón, y veo a las personas que allí están con ropajes distintos. Salgo a la luz mortecina de la tarde de invierno y el frío me hace que me suba la cremallera de mi chaquetón, empiezo el regreso a donde había dejado…¿el qué?
Veo la plaza Zocodover llena de personas que toman su merienda llenando el espacio casi por completo, miro ahora hacia la derecha y ahí lo veo: el impresionante Alcázar, que está ahora cerrado porque aquí vendrá el Museo del Ejército. Sigo caminando y un muchacho me llama la atención y me da unas llaves y algo metálico y alargado en el interior de un paño marrón, me da las gracias en un castellano extraño, como de otra época…Entro en el coche y salgo de Toledo, de sus casco antiguo, pero nada más traspasar la Portada detengo el vehículo y la contemplo…”algún día regresaré”
Sigue la llovizna que se hace más intensa, acciono los limpiaparabrisas y todavía aturdido, me viene la imagen de su sonrisa…

FERNANDO SARUEL HERNÁNDEZ
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